"Dios ha muerto, la metafísica ha muerto, y yo
mismo no me encuentro nada bien".
- Frase de
un grafitti -
En la anterior entrega analizamos varios films de género fantástico y de
terror para intentar delimitar la delgada línea que separa lo admisible de lo
que no lo es en el espectáculo de lo prohibido (aquel cine que muestra la
violencia mediante varios recursos); centrándonos en aspectos como la
verosimilitud, el distanciamiento y la empatía del espectador. En este nuevo
análisis cambiamos de perspectiva para conocer cómo otros cineastas (los
creadores del llamado cine de autor) se enfrentan al dilema de cómo
mostrar la violencia en sus historias.
Esta nueva generación de cineastas, entre los que destacan
Michel Haneke, Joel y Ethan Coen, Quentin Tarantino y David Fibcher son hijos
de su tiempo y por lo tanto fieles representantes de la posmodernidad. Y
¿Cómo calificamos a un film de posmoderno? ¿Qué es la postmodernidad en
términos cinematográficos?.
La postmodernidad es una teoría unificada de la diferenciación
según la paradójica formulación de Jameson, donde la parodia (que
requiere un juicio moral o la comparación con las normas sociales) ha sido
sustituida por el pastiche (collage y otras formas de yuxtaposición sin
un fundamento normativo).
Sin duda alguna, Quentin Tarantino es el exponente más
claro del pastiche postmoderno y los hermanos Coen, grandes amantes de
la parodia, el humor negro y el esperpento.
Este nuevo
paradigma, el de la posmodernidad (que por cierto ya hemos abandonado, ahora
nos encontramos según muchos autores en la Transmodernidad o la
Hipermodernidad, ¡vaya como corre el tiempo!) posee varios mecanismos
cinematográficos que lo diferencian del cine que se ha realizado y el que está
por venir. Uno de estos mecanismos es la ruptura y desmistificación
de los paradigmas anteriores (acabar con los tópicos y los géneros) y
sobretodo el discurso metacinematográfico ya que el cine se convierte en
la postmodernidad en un arte con conciencia de medio, maremágnum de múltiples
estilos y fábrica constante de un contundente reciclaje irónico.
La
posmodernidad pone de manifiesto el carácter fragmentario y heterogéneo de la
identidad constituida en el mundo contempóraneo y el cine constituye una
herramienta perfecta para que el hombre postmoderno se mire al espejo y vea (e
intente entender) su propio reflejo.
Esta
combinación de referencias se convierte en un juego lúdico con el espectador,
abandonando, o al menos reforzando la vieja estrategia de identificación con
los personajes para reemplazarla por el despliegue de un capital cultural
compartido. Este juego lúdico utiliza sobretodo la mezcla de géneros o incluso
la superación de los clichés y tópicos de éstos para crear un nuevo horizonte
donde todo vuelve a construirse sobre una amalgama de referencias nuevas.
Los hermanos Coen han experimentado en toda su
filmografía con la superación, revisión y reinvención de los géneros
creando personajes poco convencionales que abren todo un nuevo mundo de
posibilidades en sus tramas policiales, de intriga o thrillers. Más que
cineastas postmodernos y rupturistas deben ser considerados transmodernos ya
que van más allá; la clave de su cine no es la ruptura
(post) sino la transubstanciación vasocomunicante de los paradigmas. La
creación de un paradigma nuevo, mezcla de géneros, que trasciendo los clichés y
los tópicos para crear un nuevo universo de posibilidades narrativas.
El director
bicéfalo, así son conocidos los hermanos en el mundillo, alcanzaron con Fargo
(1995) su obra maestra. En este clásico moderno nominado a siete Oscars
podemos encontrar también un tratamiento muy especial de la violencia.
El humor negro se mezcla con personajes tan atípicos y extravagantes que el espectador
se ve forzado a reconsiderar todo aquello aprendido, superando los
tópicos y preparándose para lo inesperado. La protagonista de este film es una
policia embarazada, antítesis del típico cop del género policíaco. Ella
es la que lleva el sustento a su hogar y está casada con un hombre que ejerce
de ama de casa, es enormemente respetada por sus compañeros de cuerpo y por
toda la comunidad. Detrás de su frágil y vulnerable apariencia se esconde una
policía de principios dispuesta a todo por hacer respetar la ley y mantener a
su comunidad limpia de delincuentes.
Pero todos
los personajes, así como la trama de esta película constituyen una vuelta de
tuerca para el género, obsérvese la sinopsis: Un hombre gris harto de ser
ninguneado por su suegro decide planear el secuestro de su propia mujer y para
ello contrata a dos peculiares delincuentes…
Las altas
dosis de humor negro, así como la utilización de un escenario frío y cubierto
por un interminable manto de nieve (gran metáfora de la situación vivida por
los personajes, alejados unos de otros por enormes distancias creadas por la
incomunicación y la hipocresía) son grandes aciertos, que la convierten en una
experiencia cinematográfica única y que sirven a los dos hermanos para
construir una historia con altas dosis de violencia, pero violencia
circunscrita a la historia, nunca gratuita, violencia como elemento
distorsionador de la aparente tranquilidad de la comunidad; como catalizador
que saca a la luz las auténticas miserias de sus habitantes.
Pero esta
superación de paradigmas, esta subversión de los géneros ¿puede conducirnos a
un callejón sin salida en lo que respecta al tratamiento de la violencia? Según
Mongin sí: La violencia contemporánea aparece, se muestra como algo
“natural”; la presenciamos convirtiéndonos en cómplices ya que los límites del
género han sido dinamitados y no existe un código que sirva de referencia al
espectador, que se haya definitivamente instalado en la violencia.
Desarrollemos un poco esta idea: la violencia en el
cine de género (bélico, western, de boxeo, de gángsters, de yakuzas, etc.) se
unía, inseparablemente, a un personaje principal al que se denominaba
“justiciero”, “vengador”, “mafioso”. Este mundo de códigos y reglas compartidas
por las comunidades violentas legitimaban en cierto modo los actos violentos.
Analicemos un caso típico para ejemplificar esta tesis: el arquetipo del
“chivato”. Todos hemos visionado una película de bandas callejeras o gángsters.
Estas comunidades se sustentan en una maquinaria cuyo engranaje de poder son la
fidelidad y el sometimiento a un líder que protege a sus “drugos” (permitidme
esta pequeña licencia ya que en la edición 42 del Festival de Sitges se
ha premiado por su carrera a Malcolm MacDowell y este es mi pequeño
tributo a este carismático actor). Este juramento de obediencia es sagrado como
lo era para el rey Arturo la obediencia de sus caballeros. Si uno de los
protegidos del líder integrante de una banda o “familia” (como se refería El Padrino a su comunidad mafiosa)
traiciona a su gente, relacionándose con la banda enemiga o suministrándoles
información preciada, pierde todos los derechos adquiridos y su tortura o
asesinato son más que legítimos, son una acción necesaria para mantener el statu
quo.
Estos arquetipos se transforman con los hermanos
Coen, y se resquebrajan del todo con la demoledora mirada de uno de
los cineastas postmodernos por excelencia, Michael Haneke, director que
centra casi la totalidad de su filmografía en el estudio, disección y
reflexión sobre la violencia: sus causas, sus consecuencias, sus múltiples
caras, etc. Tanto le obsesiona el tema que incluso decidió hacer un remake
el año 2008 de una de sus películas, Funny Games (1997), para pulir, estilizar
y sobretodo sublimar la que es quizá su creación más tremebunda.
Los psicópatas
de este espeluznante filme de Haneke no siguen ningún tipo de código,
no pertenecen a ningún estrato social maltratado o residual; al contrario, son
burgueses que aparentemente han tenido una vida fácil. La violencia que
ejecutan es simplemente un divertimento, además son capaces de alterar
el orden de los sucesos (recordemos el momento en que una de las víctimas mata
a uno de los dos asesinos con un rifle y el otro “rebobina” para evitar el
desenlace).
Los asesinos
son conscientes de que forman parte de una película; con este juego metacinematográfico
el cineasta pretende criticar abiertamente el papel (y también la
responsabilidad) de los medios de comunicación al mostrar actos violentos.
Pero su “pretensión didáctica” va más allá, adentrándose en los entresijos de
la vida burguesa para intentar descubrir la podredumbre que reposa bajo una
superfície tan limpia e inmaculada.
Este aspecto será uno de los leitmotives de
otra de sus grandes películas, la magnífica La
Pianista, Gran Premio en el Festival de Cine de Cannes de 2001;
dónde además ahondará sin reparos en otro de sus temas preferidos de reflexión:
las dificultades de comunicación entre los seres humanos. Atreviéndose a tratar
asuntos tan espinosos como el incesto y el sadomasoquismo. Todo ello ensalzado
por la inmensa interpretación de Isabelle Huppert que realiza sin duda
un de los trabajos más duros, exigentes y tormentosos de su carrera.
La formación
del cineasta (estudió filosofía, psicología y teatro) es sin duda fundamental
para entender la perspectiva con la que afronta la plasmación de la violencia
en su dilatada filmografía.
Utiliza una
curiosa forma de narrar con la que busca hacer pensar al espectador
sacándole de sus cómodas convenciones cinematográficas y éticas, situándole
en encrucijadas en las que debe tomar partido; implicarse y sobretodo aprender
para escarbar la frágil apariencia de normalidad de su propia vida y evitar que
lo que es ficción algún día se convierta en realidad.
Haneke no
estiliza la violencia ni la vuelve espectacular como hace por ejemplo Tarantino,
que llega a ritualizarla, a sublimarla de tal forma que en Kill Bill no
asistimos a peleas, asistimos a una clase magistral de artes marciales,
mediante un dominio excepcional de la cámara.
Haneke evita la opulencia, la mayoría de las veces la
violencia es más sugerida que mostrada, utilizando muy a menudo la reacción
de quién presencia y sufre el acto violento (planos de las caras de los
miembros de la familia en Funny Games o la reacción del personaje de Isabel
Huppert en El tiempo del lobo al presenciar el asesinato de su marido). Otros se
centran en el morbo que despierta la atrocidad, mostrando la tortura física de
forma explícita o mostrando la barbarie a través de la mirada del asesino;
Haneke no, él simplemente muestra lo que acaece y es en el espectador en quien
recae toda la responsabilidad.
Utiliza la multiplicidad
de juegos de lenguaje para dotar a su discurso de entidad filosófica,
sociológica y metacinematográfica. Esta complejidad y el desafío contante que
supone para el espectador ser testigo y partícipe de sus historias lo
convierten en un director incómodo para muchos, como también lo son directores
como Lars Von Trier, aunque por motivos diferentes.
Haneke hace el cine que quiere hacer, sin concesiones, y busca sobretodo la
reacción del espectador, sus emociones; en un juego que conduce a una catarsis
regeneradora donde el espectador no ha sido adoctrinado, sino que ha
sido obligado a reflexionar.
Cuando la violencia no está circunscrita, oponiendo adversarios declarados,
se vuelve abstracta, fría; y es entonces cuando se hiela la sangre del
espectador al ser testigo de la crueldad. ¿Quién es capaz de ver Funny Games sin
experimentar este proceso?
Y de Haneke
a otro master de la posmodernidad, Tarantino. Su cine ha marcado
claramente la tendencia del cine contemporáneo y es el máximo exponente de la
postmodernidad por utilizar los siguientes ingredientes: cine
multirreferencial, mezcla de géneros, cinéfilo y también por recuperar viejas
estrellas presentes en el imaginario colectivo de muchos: John Travolta, Kurt
Russell, etc.
Su estilo puede definirse como eclecticismo
canallesco y angélico a la vez y sobretodo porqué ha anulado el
distanciamiento entre el elitismo y la cultura de masas. Su cine está
plagado de referencias que abarcan desde el cine de los años veinte alemán
(influencia que le ha llevado a realizar su último filme Inglorious Bastards), el cine bélico, el cine oriental
de samurais y yakuzas, el cine negro de la época dorada de las grandes
productoras de Hollywood, el cine europeo clásico, la serie B, el mundo del
cómic, y muchas y muchas más referencias que lo convierten en una enciclopedia
de cine con piernas y una rara avis heredera de tradiciones tan
numerosas como dispares. Es por eso que llega a las masas a la vez que
satisface los paladares más exquisitos de los cinéfilos más exigentes. Es un
todo terreno, insaciable devorador de cine y poseedor de un gran talento tanto
como creador de historias como realizador.
Su manera de
mostrar la violencia tiene muchos detractores ya que se la tacha de gratuita,
cargada de tanto esteticismo y burla que parece así evitar la auténtica
confrontación y el conflicto. Pero siempre le sirve de telón de fondo para
contarnos historias de héroes o antihéroes movidos muchos de ellos por nobles
sentimientos o actos legítimos (los protagonistas de Amor a quemarropa y
Natural Born Killers, dos películas basadas en guiones de Tarantino nos
hablan del Amor y de la superviviencia en un mundo hostil en el que o matas o
eres hombre muerto; otros como la heroína de Kill Bill cumplen una vendetta totalmente legítima, los
inimitables sicarios de Pulp Fiction tienen un sentimiento de lealtad, honor y amistad que
muchos desearían, etc).
Analicemos con más detalle el caso de Natural Born Killers (1994) de Oliver Stone. Una de sus
frases, auténtico mantra para mí, refleja mucha de la verdad que se enconde
debajo de la aparente arbitrariedad del uso de la violencia en las historias
tarantinianas: Quién esté sano en un mundo enfermo es quién realmente tiene
el problema. Los dos antihéroes del filme se convierten en rebeldes sin
causa hartos de ser testigos pasivos de un mundo en descomposición, corrupto,
violento e hipócrita… su causa: el amor que se profesan el uno al otro y la
ruptura total de todas las reglas en busca de adrenalina y aventura. Estos Bonnie
and Clyde postmodernos son la materialización del nihilismo, del hastío
vital que abraza hoy en día a toda una generación o más de una (la mía, la
llamada generación X y la llamada generación NiNi). Esta temática volverá a
repetirse aunque de manera totalmente diferente en otra película de culto que
examinaré a continuación, The Fight Club.
La violencia
se convierte
en alegoría de la rebelión, de la lucha por no encajar en una sociedad que te
repugna. Los delincuentes son ellos por transgredir las leyes pero ¿no son
igual o más inmorales el sádico alcaide de la prisión que disfruta atormentando
a los presos a su cargo o el periodista dispuesto a todo para alcanzar la
popularidad? …
El caso de Reservoir Dogs (1991) suposo un giro
copernicano en el género de gángsters. Es un homenaje, un tributo a toda una
tradición con un salto cualitativo que la diferencia de toda la tradición
anterior: los personajes se encuentran en un paroxismo emocional, ya no
responden al maniqueismo típico que los situaba en el bando del Bien o del Mal.
Son personajes complejos que además rezuman postmodernidad por todos sus poros:
la delirante conversación de la primera secuencia ya nos descubre a unos
matones muy particulares que desayunan discutiendo sobre el significado de Like
a virgin de Madonna.
El sentido
del humor y la verborrea son dos ingredientes básicos para entender el diseño
de unos personajes que alcanzará su punto álgido con los que son quizá dos de
los personajes más representativos del cine contemporáneo: Vincent Vega y
Jules, los sicarios de Pulp Fiction.
Con esta
película Tarantino rinde tributo a los Pulps, como él mismo
subralla en los títulos de crédito dónde encontramos su definición: “revista o
libro de temática escabrosa, que suele imprimirse en papel vasto y mal acabado”.
Estas revistas típicas de los años sesenta en EEUU narran historias
fantásticas, macabras y siempre repletas de violencia que normalmente
aluden a fobias colectivas (la conquista de la Tierra por seres alienígenas,
experimentos científicos o guerras bactereológicas capaces de crear monstruos
sedientos de sangre, etc). En Pulp Fiction la temática no es tan naïf ya
que los monstruos que habitan sus historias son asesinos y traficantes pero el
espíritu es el mismo: facilitar al lector, en este caso al espectador una herramienta
para escapar a su rutina, construyendo unas historias vibrantes y
personajes riquísimos.
Y para concluir,
una de las películas que en su momento más me impactó, The fight club de
David Fincher. Compendio existencial de toda una generación como en su
día lo fue Reality bites, la generación de la “gran depresión” como
grita el personaje de Tyler Durden.
Y ¿a qué se
debe tal depresión? A los daños colaterales del capitalismo, es decir, a
la falacia del estado del bienestar, para muchos el estado del malestar,
de la pesadilla. Un hastío vital que surge de la consciencia de la gran
pantomima en la que intentamos sobrevivir: el teatrillo de las apariencias, del
materialismo, del quiero y no puedo, del culto al cuerpo como ideal de
perfectibilidad. Y ¡ya estamos hartos!
Como
hastiado está el protagonista de este subversivo film, trabajador de una
multinacional de automóviles que se gana la vida calculando la rentabilidad de
los equipamientos de seguridad de los vehículos que su empresa vende. Desencantado
de todo, de una vida basada en autocrearse una identidad mediante objetos
(mobilario de Ikea, trajes de Ck, etc). Hasta que irrumpe en su vida Tyler
Durden… alguién muy especial que le enseñará a reencontrarse a sí mismo de
nuevo, aunque quizá el proceso llegue demasiado lejos…
La película fue duramente críticada en el momento de
su estreno, se la tachó de fascista, machista y mil y una barbaridades más por
su alto voltage en escenas violentas. Pero la violencia, la lucha, es una pelea
metafórica para intentar no sucumbir a estos valores; alegoría de la batalla
contra el sistema que intenta fagocitar a todos los individuos para formar una
masa uniforme, homogénea, más fácil de controlar.
Para acabar algunas de sus frases más memorables:
“Hacemos trabajos de mierda para comprar cosas que no
necesitamos”
“No hemos vivido ninguna Gran Guerra, nuestra guerra
es una guerra espiritual”
“No hemos pasado por ninguna Gran Depresión, nuestra
gran depresión son nuestras vidas”
“Hemos mamado tele desde pequeños, creyendo que
seríamos estrellas del cine y el rock… y eso no va a ocurrir… y estamos muy
cabreados”