lunes, 29 de abril de 2013

LA PORNOGRAFÍA DE LA VIOLENCIA II: POSMODERNIDAD, CINE DE AUTOR Y DINAMITACIÓN DEL GÉNERO



"Dios ha muerto, la metafísica ha muerto, y yo mismo no me encuentro nada bien".
- Frase de un grafitti -

En la anterior entrega analizamos varios films de género fantástico y de terror para intentar delimitar la delgada línea que separa lo admisible de lo que no lo es en el espectáculo de lo prohibido (aquel cine que muestra la violencia mediante varios recursos); centrándonos en aspectos como la verosimilitud, el distanciamiento y la empatía del espectador. En este nuevo análisis cambiamos de perspectiva para conocer cómo otros cineastas (los creadores del llamado cine de autor) se enfrentan al dilema de cómo mostrar la violencia en sus historias.

Esta nueva generación de cineastas, entre los que destacan Michel Haneke, Joel y Ethan Coen, Quentin Tarantino y David Fibcher son hijos de su tiempo y por lo tanto fieles representantes de la posmodernidad. Y ¿Cómo calificamos a un film de posmoderno? ¿Qué es la postmodernidad en términos cinematográficos?.

La postmodernidad es una teoría unificada de la diferenciación según la paradójica formulación de Jameson, donde la parodia (que requiere un juicio moral o la comparación con las normas sociales) ha sido sustituida por el pastiche (collage y otras formas de yuxtaposición sin un fundamento normativo).

Sin duda alguna, Quentin Tarantino es el exponente más claro del pastiche postmoderno y los hermanos Coen, grandes amantes de la parodia, el humor negro y el esperpento.

Este nuevo paradigma, el de la posmodernidad (que por cierto ya hemos abandonado, ahora nos encontramos según muchos autores en la Transmodernidad o la Hipermodernidad, ¡vaya como corre el tiempo!) posee varios mecanismos cinematográficos que lo diferencian del cine que se ha realizado y el que está por venir. Uno de estos mecanismos es la ruptura y desmistificación de los paradigmas anteriores (acabar con los tópicos y los géneros) y sobretodo el discurso metacinematográfico ya que el cine se convierte en la postmodernidad en un arte con conciencia de medio, maremágnum de múltiples estilos y fábrica constante de un contundente reciclaje irónico.

La posmodernidad pone de manifiesto el carácter fragmentario y heterogéneo de la identidad constituida en el mundo contempóraneo y el cine constituye una herramienta perfecta para que el hombre postmoderno se mire al espejo y vea (e intente entender) su propio reflejo.

Esta combinación de referencias se convierte en un juego lúdico con el espectador, abandonando, o al menos reforzando la vieja estrategia de identificación con los personajes para reemplazarla por el despliegue de un capital cultural compartido. Este juego lúdico utiliza sobretodo la mezcla de géneros o incluso la superación de los clichés y tópicos de éstos para crear un nuevo horizonte donde todo vuelve a construirse sobre una amalgama de referencias nuevas.



Los hermanos Coen han experimentado en toda su filmografía con la superación, revisión y reinvención de los géneros creando personajes poco convencionales que abren todo un nuevo mundo de posibilidades en sus tramas policiales, de intriga o thrillers. Más que cineastas postmodernos y rupturistas deben ser considerados transmodernos ya que van más allá; la clave de su cine no es la ruptura (post) sino la transubstanciación vasocomunicante de los paradigmas. La creación de un paradigma nuevo, mezcla de géneros, que trasciendo los clichés y los tópicos para crear un nuevo universo de posibilidades narrativas.



El director bicéfalo, así son conocidos los hermanos en el mundillo, alcanzaron con Fargo (1995) su obra maestra. En este clásico moderno nominado a siete Oscars podemos encontrar también un tratamiento muy especial de la violencia. El humor negro se mezcla con personajes tan atípicos y extravagantes que el espectador se ve forzado a reconsiderar todo aquello aprendido, superando los tópicos y preparándose para lo inesperado. La protagonista de este film es una policia embarazada, antítesis del típico cop del género policíaco. Ella es la que lleva el sustento a su hogar y está casada con un hombre que ejerce de ama de casa, es enormemente respetada por sus compañeros de cuerpo y por toda la comunidad. Detrás de su frágil y vulnerable apariencia se esconde una policía de principios dispuesta a todo por hacer respetar la ley y mantener a su comunidad limpia de delincuentes.

Pero todos los personajes, así como la trama de esta película constituyen una vuelta de tuerca para el género, obsérvese la sinopsis: Un hombre gris harto de ser ninguneado por su suegro decide planear el secuestro de su propia mujer y para ello contrata a dos peculiares delincuentes…

Las altas dosis de humor negro, así como la utilización de un escenario frío y cubierto por un interminable manto de nieve (gran metáfora de la situación vivida por los personajes, alejados unos de otros por enormes distancias creadas por la incomunicación y la hipocresía) son grandes aciertos, que la convierten en una experiencia cinematográfica única y que sirven a los dos hermanos para construir una historia con altas dosis de violencia, pero violencia circunscrita a la historia, nunca gratuita, violencia como elemento distorsionador de la aparente tranquilidad de la comunidad; como catalizador que saca a la luz las auténticas miserias  de sus habitantes.


Pero esta superación de paradigmas, esta subversión de los géneros ¿puede conducirnos a un callejón sin salida en lo que respecta al tratamiento de la violencia? Según Mongin sí: La violencia contemporánea aparece, se muestra como algo “natural”; la presenciamos convirtiéndonos en cómplices ya que los límites del género han sido dinamitados y no existe un código que sirva de referencia al espectador, que se haya definitivamente instalado en la violencia.


 
Desarrollemos un poco esta idea: la violencia en el cine de género (bélico, western, de boxeo, de gángsters, de yakuzas, etc.) se unía, inseparablemente, a un personaje principal al que se denominaba “justiciero”, “vengador”, “mafioso”. Este mundo de códigos y reglas compartidas por las comunidades violentas legitimaban en cierto modo los actos violentos. Analicemos un caso típico para ejemplificar esta tesis: el arquetipo del “chivato”. Todos hemos visionado una película de bandas callejeras o gángsters. Estas comunidades se sustentan en una maquinaria cuyo engranaje de poder son la fidelidad y el sometimiento a un líder que protege a sus “drugos” (permitidme esta pequeña licencia ya que en la edición 42 del Festival de Sitges se ha premiado por su carrera a Malcolm MacDowell y este es mi pequeño tributo a este carismático actor). Este juramento de obediencia es sagrado como lo era para el rey Arturo la obediencia de sus caballeros. Si uno de los protegidos del líder integrante de una banda o “familia” (como se refería El Padrino a su comunidad mafiosa) traiciona a su gente, relacionándose con la banda enemiga o suministrándoles información preciada, pierde todos los derechos adquiridos y su tortura o asesinato son más que legítimos, son una acción necesaria para mantener el statu quo.


Estos arquetipos se transforman con los hermanos Coen, y se resquebrajan del todo con la demoledora mirada de uno de los cineastas postmodernos por excelencia, Michael Haneke, director que centra casi la totalidad de su filmografía en el estudio, disección y reflexión sobre la violencia: sus causas, sus consecuencias, sus múltiples caras, etc. Tanto le obsesiona el tema que incluso decidió hacer un remake el año 2008 de una de sus películas, Funny Games (1997), para pulir, estilizar y sobretodo sublimar la que es quizá su creación más tremebunda.

Los psicópatas de este espeluznante filme de Haneke no siguen ningún tipo de código, no pertenecen a ningún estrato social maltratado o residual; al contrario, son burgueses que aparentemente han tenido una vida fácil. La violencia que ejecutan es simplemente un divertimento, además son capaces de alterar el orden de los sucesos (recordemos el momento en que una de las víctimas mata a uno de los dos asesinos con un rifle y el otro “rebobina” para evitar el desenlace).


Los asesinos son conscientes de que forman parte de una película; con este juego metacinematográfico el cineasta pretende criticar abiertamente el papel (y también la responsabilidad) de los medios de comunicación al mostrar actos violentos. Pero su “pretensión didáctica” va más allá, adentrándose en los entresijos de la vida burguesa para intentar descubrir la podredumbre que reposa bajo una superfície tan limpia e inmaculada.

Este aspecto será uno de los leitmotives de otra de sus grandes películas, la magnífica La Pianista, Gran Premio en el Festival de Cine de Cannes de 2001; dónde además ahondará sin reparos en otro de sus temas preferidos de reflexión: las dificultades de comunicación entre los seres humanos. Atreviéndose a tratar asuntos tan espinosos como el incesto y el sadomasoquismo. Todo ello ensalzado por la inmensa interpretación de Isabelle Huppert que realiza sin duda un de los trabajos más duros, exigentes y tormentosos de su carrera.


La formación del cineasta (estudió filosofía, psicología y teatro) es sin duda fundamental para entender la perspectiva con la que afronta la plasmación de la violencia en su dilatada filmografía.

Utiliza una curiosa forma de narrar con la que busca hacer pensar al espectador sacándole de sus cómodas convenciones cinematográficas y éticas, situándole en encrucijadas en las que debe tomar partido; implicarse y sobretodo aprender para escarbar la frágil apariencia de normalidad de su propia vida y evitar que lo que es ficción algún día se convierta en realidad.

Haneke no estiliza la violencia ni la vuelve espectacular como hace por ejemplo Tarantino, que llega a ritualizarla, a sublimarla de tal forma que en Kill Bill no asistimos a peleas, asistimos a una clase magistral de artes marciales, mediante un dominio excepcional de la cámara.



Haneke evita la opulencia, la mayoría de las veces la violencia es más sugerida que mostrada, utilizando muy a menudo la reacción de quién presencia y sufre el acto violento (planos de las caras de los miembros de la familia en Funny Games o la reacción del personaje de Isabel Huppert en El tiempo del lobo al presenciar el asesinato de su marido). Otros se centran en el morbo que despierta la atrocidad, mostrando la tortura física de forma explícita o mostrando la barbarie a través de la mirada del asesino; Haneke no, él simplemente muestra lo que acaece y es en el espectador en quien recae toda la responsabilidad.

Utiliza la multiplicidad de juegos de lenguaje para dotar a su discurso de entidad filosófica, sociológica y metacinematográfica. Esta complejidad y el desafío contante que supone para el espectador ser testigo y partícipe de sus historias lo convierten en un director incómodo para muchos, como también lo son directores como Lars Von Trier, aunque por motivos diferentes. Haneke hace el cine que quiere hacer, sin concesiones, y busca sobretodo la reacción del espectador, sus emociones; en un juego que conduce a una catarsis regeneradora donde el espectador no ha sido adoctrinado, sino que ha sido obligado a reflexionar.


Cuando la violencia no está circunscrita, oponiendo adversarios declarados, se vuelve abstracta, fría; y es entonces cuando se hiela la sangre del espectador al ser testigo de la crueldad. ¿Quién es capaz de ver Funny Games sin experimentar este proceso?

Y de Haneke a otro master de la posmodernidad, Tarantino. Su cine ha marcado claramente la tendencia del cine contemporáneo y es el máximo exponente de la postmodernidad por utilizar los siguientes ingredientes: cine multirreferencial, mezcla de géneros, cinéfilo y también por recuperar viejas estrellas presentes en el imaginario colectivo de muchos: John Travolta, Kurt Russell, etc.

Su estilo puede definirse como eclecticismo canallesco y angélico a la vez y sobretodo porqué ha anulado el distanciamiento entre el elitismo y la cultura de masas. Su cine está plagado de referencias que abarcan desde el cine de los años veinte alemán (influencia que le ha llevado a realizar su último filme Inglorious Bastards), el cine bélico, el cine oriental de samurais y yakuzas, el cine negro de la época dorada de las grandes productoras de Hollywood, el cine europeo clásico, la serie B, el mundo del cómic, y muchas y muchas más referencias que lo convierten en una enciclopedia de cine con piernas y una rara avis heredera de tradiciones tan numerosas como dispares. Es por eso que llega a las masas a la vez que satisface los paladares más exquisitos de los cinéfilos más exigentes. Es un todo terreno, insaciable devorador de cine y poseedor de un gran talento tanto como creador de historias como realizador.

Su manera de mostrar la violencia tiene muchos detractores ya que se la tacha de gratuita, cargada de tanto esteticismo y burla que parece así evitar la auténtica confrontación y el conflicto. Pero siempre le sirve de telón de fondo para contarnos historias de héroes o antihéroes movidos muchos de ellos por nobles sentimientos o actos legítimos (los protagonistas de Amor a quemarropa y Natural Born Killers, dos películas basadas en guiones de Tarantino nos hablan del Amor y de la superviviencia en un mundo hostil en el que o matas o eres hombre muerto; otros como la heroína de Kill Bill cumplen una vendetta totalmente legítima, los inimitables sicarios de Pulp Fiction tienen un sentimiento de lealtad, honor y amistad que muchos desearían, etc).


Analicemos con más detalle el caso de Natural Born Killers (1994) de Oliver Stone. Una de sus frases, auténtico mantra para mí, refleja mucha de la verdad que se enconde debajo de la aparente arbitrariedad del uso de la violencia en las historias tarantinianas: Quién esté sano en un mundo enfermo es quién realmente tiene el problema. Los dos antihéroes del filme se convierten en rebeldes sin causa hartos de ser testigos pasivos de un mundo en descomposición, corrupto, violento e hipócrita… su causa: el amor que se profesan el uno al otro y la ruptura total de todas las reglas en busca de adrenalina y aventura. Estos Bonnie and Clyde postmodernos son la materialización del nihilismo, del hastío vital que abraza hoy en día a toda una generación o más de una (la mía, la llamada generación X y la llamada generación NiNi). Esta temática volverá a repetirse aunque de manera totalmente diferente en otra película de culto que examinaré a continuación, The Fight Club.


La violencia se convierte en alegoría de la rebelión, de la lucha por no encajar en una sociedad que te repugna. Los delincuentes son ellos por transgredir las leyes pero ¿no son igual o más inmorales el sádico alcaide de la prisión que disfruta atormentando a los presos a su cargo o el periodista dispuesto a todo para alcanzar la popularidad? …

El caso de Reservoir Dogs (1991) suposo un giro copernicano en el género de gángsters. Es un homenaje, un tributo a toda una tradición con un salto cualitativo que la diferencia de toda la tradición anterior: los personajes se encuentran en un paroxismo emocional, ya no responden al maniqueismo típico que los situaba en el bando del Bien o del Mal. Son personajes complejos que además rezuman postmodernidad por todos sus poros: la delirante conversación de la primera secuencia ya nos descubre a unos matones muy particulares que desayunan discutiendo sobre el significado de Like a virgin de Madonna.




El sentido del humor y la verborrea son dos ingredientes básicos para entender el diseño de unos personajes que alcanzará su punto álgido con los que son quizá dos de los personajes más representativos del cine contemporáneo: Vincent Vega y Jules, los sicarios de Pulp Fiction.

Con esta película Tarantino rinde tributo a los Pulps, como él mismo subralla en los títulos de crédito dónde encontramos su definición: “revista o libro de temática escabrosa, que suele imprimirse en papel vasto y mal acabado”. Estas revistas típicas de los años sesenta en EEUU narran historias fantásticas, macabras y siempre repletas de violencia que normalmente aluden a fobias colectivas (la conquista de la Tierra por seres alienígenas, experimentos científicos o guerras bactereológicas capaces de crear monstruos sedientos de sangre, etc). En Pulp Fiction la temática no es tan naïf ya que los monstruos que habitan sus historias son asesinos y traficantes pero el espíritu es el mismo: facilitar al lector, en este caso al espectador una herramienta para escapar a su rutina, construyendo unas historias vibrantes y personajes riquísimos.



Y para concluir, una de las películas que en su momento más me impactó, The fight club de David Fincher. Compendio existencial de toda una generación como en su día lo fue Reality bites, la generación de la “gran depresión” como grita el personaje de Tyler Durden.



Y ¿a qué se debe tal depresión? A los daños colaterales del capitalismo, es decir, a la falacia del estado del bienestar, para muchos el estado del malestar, de la pesadilla. Un hastío vital que surge de la consciencia de la gran pantomima en la que intentamos sobrevivir: el teatrillo de las apariencias, del materialismo, del quiero y no puedo, del culto al cuerpo como ideal de perfectibilidad. Y ¡ya estamos hartos!


Como hastiado está el protagonista de este subversivo film, trabajador de una multinacional de automóviles que se gana la vida calculando la rentabilidad de los equipamientos de seguridad de los vehículos que su empresa vende. Desencantado de todo, de una vida basada en autocrearse una identidad mediante objetos (mobilario de Ikea, trajes de Ck, etc). Hasta que irrumpe en su vida Tyler Durden… alguién muy especial que le enseñará a reencontrarse a sí mismo de nuevo, aunque quizá el proceso llegue demasiado lejos…



La película fue duramente críticada en el momento de su estreno, se la tachó de fascista, machista y mil y una barbaridades más por su alto voltage en escenas violentas. Pero la violencia, la lucha, es una pelea metafórica para intentar no sucumbir a estos valores; alegoría de la batalla contra el sistema que intenta fagocitar a todos los individuos para formar una masa uniforme, homogénea, más fácil de controlar.


Para acabar algunas de sus frases más memorables:

“Hacemos trabajos de mierda para comprar cosas que no necesitamos”

“No hemos vivido ninguna Gran Guerra, nuestra guerra es una guerra espiritual”

“No hemos pasado por ninguna Gran Depresión, nuestra gran depresión son nuestras vidas”

“Hemos mamado tele desde pequeños, creyendo que seríamos estrellas del cine y el rock… y eso no va a ocurrir… y estamos muy cabreados”














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